En los recuerdos que procedieron al último instante en que fue bañado con la luz matinal, el muchacho se vio eludiendo una hoja de alabarda, cuya punta de hierro chorreaba aún sangre indígena. Su cuerpo delgado consiguió también sortear la curva del bracamarte y las tres piedras redondas atadas de la boleadora, que serpenteando en el aire colmado de humo y polvo, acompañado de un zumbido, pasó muy cerca de su cabeza. Casi de inmediato alcanzó a ocultarse detrás de un solitario tronco de molle de ramas frondosas, pero los demás guerreros no tuvieron la misma suerte y varios murieron atravesados por las partesanas y otros fueron aplastados por los cascos de los caballos al galope.
“No les temas, hijo Otorongo, a las ovejas grandes del Collao. No son dioses aunque tengan pies de plata, pues solo comen hierba, son mansos y pueden morir. Los viracochas tampoco son dioses aunque tengan barbas, hablen con paños blancos, tengan truenos en sus cerbatanas y coman en platos de plata. También pueden y deben morir”, le había dicho su padre, el capitán del diezmado ejército de Manco Inca, Cori Tupa, descendiente de una estirpe de volcanes, refiriéndose a los caballos y a los españoles. “Sí, padre, así será”, le había respondido el pequeño Otorongo, sumándose a la infantería imperial, a pesar de su edad y su posición social. El enfrentamiento entre las dos armadas había sido precipitado e injusto. Los soldados incas no habían tenido tiempo para soltar galgas desde lo alto o empantanar los suelos, pues era una legión en huida, derrotada: la sevicia del viracocha Alonso de Alvarado les pisaba los pies. Y las porras de piedra no descalabraban a las cabezas cubiertas con cascos de hierro, ni las boleadoras o ayllus dañaban sus cuerpos acorazados de metal.
Otorongo de pronto abrió los ojos: reinaban al principio las tinieblas en la caverna. Sintió el suelo rocoso bajo su cuerpo herido y en sus recuerdos confundidos con el entresueño y la fiebre otra vez se vio en la última batalla con los españoles y los cientos de indios cañaris, yungas y chachapoyas enemigos: agazapado en el tronco logró recoger una piedra para cargar su honda, entre las muchas hojas, que abundaban en el suelo. “Tu deber durante los combates, mi pequeño Otorongo, será apedrear las patas de los caballos y las cabezas de los indios traidores. No te malgastes con los viracochas porque sus cascos y corazas los protegen, salvo que no los lleven”, escuchó que le decía su padre con su voz poderosa. Subió a las ramas del molle, con una agilidad felina digna de su nombre hasta llegar a ocultarse debajo de la copa. Al girar la cabeza se percató de que la caballería había devastado un centenar de indios cuyos cadáveres yacían en el campo. En efecto, ya no oía los galopes ni los cascabeles ni los relinchos. Solo veía a muchas varas de distancia el piélago de polvo y de grupas que se alejaban con las armas enastadas en los flancos. Entonces a su derecha oyó, ensordecedores y tumultuosos, los tambores, pututos y bocinas de los soldados incas encabezados por su padre que se dirigían hacia el noroeste, al encuentro y choque con las tropas de los indígenas opuestos, los cañaris, que combatían exornados con plumas multicolores y encomendándose al divino cerro Huaycañan. De pronto, un tiro rasante de cañón derribó a una decena de guerreros y descubrió en la tierra al disiparse el polvo, un revoltijo de diademas de plumas, escudos de esteras y cuerpos deshechos, no obstante, el capitán inca continuó con su embestida.
Otorongo, en el sótano en penumbras, gimió de terror e intentó bloquear esas retrospecciones dolorosas. Se aferró inútilmente al recuerdo grato de sus mañanas infantiles –no lejanas en el tiempo y en el espacio- en las que se distraía mirando con gran curiosidad, por ejemplo, a las aves estrepitosas encerradas en las jaulas de cañas en los patios, las cestas de coca y rocotos rojos en las cocinas, el desfile fabuloso de las momias de los emperadores, las techumbres forradas de mantos emplumados en la ciudad de piedra durante las fiestas, antes de las matanzas y persecuciones que asolaban su mundo. Sin embargo, esas suaves imágenes no pudieron detener el aluvión cruento de las evocaciones de guerra. Trató de abrir los ojos, pero la extenuación lo consumía. Pronto retornó en sus reminiscencias al precario resguardo de hojas de molle en el que estaba oculto y desde allí vio el giro de la caballería hacia el sureste, donde un sector de las tropas leales a Manco Inca al mando del capitán inca Ronda Yupanqui luchaba contra los indios chachapoyas, que le recordaba a su tío Puyu Tupa, muerto hacía muy poco por los españoles. El dilecto tío era diestro en la honda, rápido en las carreras y devoto del Sol, del Arco Iris y del Relámpago.
“Otorongo, amado hijo mío, yo vi en las vísceras de las llamas blancas el destino ominoso de nuestra panaca y al subir por unas escaleras de piedra que parecían ascender al cielo, en el santuario del dios Pariacaca, enclavado en una cumbre nevada, escuché de los labios de los sacerdotes el fin de nuestra estirpe y de nuestro mundo”, resonaron las palabras de su padre con un eco que rompía los sueños y apremiaba las memorias tristes. El muchacho había presenciado junto con él, agazapados en un peñasco hacía unos días, la muerte de su tío, quien fue sepultado vivo junto con sus soldados en un enorme foso, mientras los españoles violaban a las mujeres, herraban a los ancianos, les cortaban las manos y las narices a los niños, soltaban a los lebreles y los alanos a los bebés en una orgía de venganza. Algunas lágrimas se derramaron en sus mejillas al recordar que Puyu Tupa en tiempos de paz le enseñaba oraciones al Sol y pleitesías al Arco Iris, y a calcular con semillas de quinua en los tableros yupanas de piedra labrada, mientras crocitaban las palomas en el patio, como adelantando un llanto.
Otorongo de pronto se estremeció en la cueva, abrazado por el frío y las sombras. “Hijo mío, si yo cayera en batalla, no permitas que los viracochas corten tu nariz ni mutilen tus manos, ni que te amarren con una soga junto con otros prisioneros y te maten a cañonazos”, le dijo su padre y sus palabras no solo eran una orden militar, sino un ruego paternal que reverberaba en la oquedad de la caverna. Entonces volvió a escuchar a lo lejos, en sus recuerdos, las invocaciones al apóstol Santiago de las bocas de los barbudos y los estruendos de los arcabuces. Contempló, con un horror que no retrocedía al olvido, el desbaratamiento de las columnas que deparaban las culebrinas y los falconetes. Se admiró, es cierto, pero también maldijo la magia de esas cerbatanas gigantes que exhalaban fuego con el fragor de un relámpago.
Volvió a gemir al revivir la carnicería. “No, hijo mío, el hierro caliente no marcará tu rostro, ni verás a tu madre y hermanas violadas, ni tolerarás que a tus hermanos los destrocen los perros. Ni te quemarán vivo, ni te enterrarán despierto. Cuando veas que todo está perdido, ocúltate y luego retírate del campo de batalla”, articuló el padre sin haber perdido nunca la esperanza en la astucia y rapidez felinas del hijo predilecto. Fue cuando encima de la copa, acosado por las ramas, se dio cuenta de la herida que ardía en su espalda, como si una culebra reptara detrás de él. Palpó su cuerpo y sintió la humedad de la sangre. Abajo, en el campo regado de cuerpos con los rostros de ojos desorbitados, los indios tallanes y los negros remataban a los heridos con sus lanzas y sus porras de piedra. Otro cañonazo rasante abatió a otra columna de soldados incas y el capitán Cori Tupa vociferó una maldición a los enemigos, que no fue replicada con sílabas sino con la pólvora de los arcabuces y las flechas de las ballestas de armatoste. Entonces Otorongo vio una escena que le partió el corazón: su padre, quien se debatía con varios indios cañaris con una ferocidad digna de cantos y recompensas de ñustas, de repente, fue atravesado por una pica de parte en parte lanzada a distancia por algún cobarde, ante la alegría incontrolada de los enemigos, quienes elevaron una vara de cobre en cuya cúspide brillaban dos guacamayas de metal. Los soldados incas al ver que su jefe era muerto cayeron en el caos, en el desaliento. “Hijo mío, Otorongo, cuando yo ya esté tirado de la vida, entonces regresarás al pueblo de tu querido tío por los caminos secretos que te enseñé desde tu niñez y buscarás la antigua mina abandonada en el cerro Huanay, apartarás las hierbas que han crecido, soberanas y libres a diferencia de los hombres. Entrarás por ese estrecho túnel que hace tiempo conoces y que solo puede atravesar la delgadez de un niño y llegarás finalmente a un sótano”, susurró el capitán Cori Tupa.
Otorongo con mucha dificultad abrió los ojos, pero una fuerza invencible lo obligó a cerrarlos. Estaba rodeado de algunos cráneos enchapados de oro y plata, conchas nacaradas, plumas y cuencos. No obstante el empuje de la realidad, las remembranzas de guerra continuaron atormentándolo: desde su refugio arbóreo otra vez volvió a ver a su madre combatir con fiereza, como si tomara el liderazgo de su esposo asesinado, tal como había hecho en Liribamba con un escuadrón de mujeres, cuando la vio sucumbir, después de una larga lucha que no supo de treguas ni de piedad, acuchillada y lanceada por indios yungas, adornados con tiaras, pecheras y orejeras, quienes celebraron su cobarde hazaña con la misma alacridad con la que ultrajaban a las vírgenes del Sol. Los restantes soldados imperiales no tardaron en ser asesinados, lenta y cruelmente. Las pocas mujeres sobrevivientes fueron violadas por cientos de combatientes y luego les cortaron los pechos. Antes de caer la noche todo estaba perdido. El crepúsculo bañó con sus lánguidos destellos el inesperado cementerio de guerreros cercado por las aves de rapiña.
En la gruta, Otorongo palpó y cogió un objeto frío, metálico, tallado. Se sintió por un momento vivo, reinstalado en el mundo, pero de manera efímera. “En el sótano encontrarás choclos de oro, conchas sagradas, cráneos enchapados de plata para beber chicha y el cuenco en el que alguna vez bebió veneno un emperador”, le dijo su padre en voz baja. Entonces el muchacho descendió del árbol al anochecer y vio la luna llena irradiar una luz nítida que lo condujo por los atajos secretos de pisos empedrados hacia las proximidades del Cuzco. Con un gran esfuerzo se dirigió al pueblo arrasado de su tío y llegó a las faldas del cerro Huanay, inconfundible y enorme. Vio por última vez las estrellas de la madrugada, siervas de la luna y localizó el boquete oculto por los breñales. Amanecía y las tímidas luces del Sol bañaron su cuerpo ya debilitado. Se despidió del alba con una oración secreta que le había enseñado su tío. Entró por el estrecho túnel de piedra y se arrastró por largo rato con sus escasas fuerzas. Finalmente, cayó en una pequeña habitación cuyas paredes tenían un extraño brillo tenue y se entregó por horas a los sueños culpables solo interrumpidos por la agonía. “Hijo mío, ese sótano será tu nueva atalaya y cuidarás por siempre los tesoros de nuestra panaca”, le dijo por última vez su padre y entonces Otorongo supo que nunca entendería de cristianismos ni de cruces, ni hablaría la extraña lengua de los viracochas y que jamás se horadaría las orejas en los rituales del huarachico o nacimiento a la virilidad. Luego de unos minutos eternos de confusión y quiebre, Otorongo ya libre del frío y del dolor, pudo por fin abrir los ojos, que recorrieron con un fulgor nuevo, vigilantes y sempiternos, la penumbra de la cueva.
José Luis Villanueva Victorio
José Luis Villanueva Victorio (1976). Es bachiller en literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, con un posgrado en Literatura Hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica del Perú y maestría en Escritura Creativa en la UNMSM.
Su primera novela El fuego en la niebla obtuvo el primer puesto del Premio Novela Breve Cámara Peruana del Libro 2015. Asimismo, ha sido publicado en varias antologías del cuento peruano (finalista Premio de cuento Copé 2016 y mención honrosa en el 2018). También ha incursionado en la redacción de guiones cinematográficos (Mención especial en Guión de cortometraje de terror cine Bijou de Uruguay 2017). Su obra teatral Vivir mi muerte fue seleccionada por el Sexto Concurso de Dramaturgia Peruana Ponemos tu obra en escena 2016, cuyo premio fue una invitación al Festival de Edimburgo, Escocia, 2017.
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