Histórica y tradicionalmente siempre soy yo la que flashea amor. Nunca el otro. Soy enamoradiza, que no quiere decir que me enamore de cualquiera, pero me enamoro con facilidad. Soy escorpiana, apasionada, carnal, intensa, extrema, entregada, insoportable, eternamente enamorada del amor. Voy por la vida guiada por mis entrañas, escuchando lo que me tira desde adentro, dominada por mi instinto. Por eso estaba en terreno desconocido con El Alemán; porque él era el más cebado de los dos. Me era totalmente extraño que un hombre guste más de mí que yo de él, que fantasee conmigo más que yo con él, que todo más él que yo. Y yo estaba ya pensando en qué nombre le pondría a nuestro tercer hijo, me imaginaba algo bien alemán como Hans o Hansel o Gretel. Así que cuando digo que él me estaba ganando en intensidad, estoy realmente hablando de INTENSIDAD. Esto estaba fuera de control y nadie parecía capaz de frenarnos y a mí todo me parecía alucinante. Toda la vida los hombres me han hecho sentir que está mal ser intensa (no Martín). Y toda la vida sentí que los que estaban errados eran ellos. Me fascinaba que El Alemán no se asustara con tanta intensidad. Aunque Hans o Hansel o Gretel no salían de mi imaginario; yo soy una intensa pasiva. No exteriorizo toda la película que me hago ante una situación o una persona, de hecho si algo sale para afuera es porque realmente desbordo de ilusión. Así que no le conté en voz alta sobre Hans ni Hansel ni Gretel, pero me tenía embobada que él no se asustara con su propia intensidad. Busqué durante tantos años a un hombre que no tuviera miedo.. que no tuviera miedo del amor, de los sentimientos en general, de SENTIR. Había soñado durante años con un hombre que no me tuviera miedo a mí (y toda la intensidad que yo conllevo), ni se tuviera miedo a sí mismo.
Y con esa misma desbordante intensidad vivimos las dos semanas que le quedaban a él en Berlín entre el día que nos conocimos y la fecha de su viaje a Asia. Yo me reuniría con él en una isla perdida en Tailandia una semana después. Teníamos la enorme ventaja de que El Danés ya se había ido de mi casa (aunque había dejado todas sus pertenencias dentro), y yo todavía no había encontrado -ni buscado- a alguien para compartir el departamento -y el alquiler-. El Alemán vivía solo pero tenía de okupa a su hermana que había venido de visita porque estaba cansada de su marido y no encontró mejor remedio que huir por unos días. Así que cuando queríamos privacidad para pasearnos en culo por el living él venía a mi casa, y cuando queríamos la aprobación de alguien íbamos a la de él. La hermana era una hippie cuarentona que se pasaba el día en el sofá, hecha una bolita, sentada con los talones contra la cola, las rodillas contra el pecho, el pelo sobre la cara y la nariz sumergida en una taza de té que parecía nunca enfriarse lo suficiente como para tomarlo; sólo agarraba la taza para calentarse las manos y soplaba el té tímidamente. Calentaba con una vela el té en una tetera gigante en forma de pecera, y cuando no lo acompañaba fumando un porro lo hacía masticando uno de los hongos alucinógenos que había logrado entrar a Alemania desde México. Parecía abstraída de la realidad hasta que hacía un comentario sobre nosotros. El Alemán buscaba constante aprobación de su parte y ella no hacía más que tirar comentarios cínicos sobre el amor y la débil perdurabilidad de la tolerancia dentro de la pareja. Él se acurrucaba en mí en frente de ella y hacía comentarios como “viste que iba a encontrar a alguien para mí” o “viste que mujer increíble que conocí”. Ella no paraba de soplar el té y tomaba aire sólo para rematar con un “vamos a ver” o “se conocen hace dos minutos, nada de todo esto les va a durar”. Él volvía la mirada hacia mí y me hacía señas de que no le hiciera caso. Pero en el fondo de su mirada era evidente que le dolía el cinismo de su hermana menor. Qué loco, cómo el juego se termina dando vuelta y de grandes somos los hermanos mayores los que nos desvivimos por la aprobación de los hermanxs menores y no al revés.
A mí nunca me importó mucho la opinión ajena, pero no podía evitar cuestionarme algunas cosas cuando ella abría la boca. Quizás era una hippie loca harta del marido que estaba pasada de hongos y realmente no había que hacerle caso. Pero también quizás era ese personaje medio misterioso y medio mágico pero al mismo tiempo el más realista de todos, medio mala onda pero que termina teniendo la posta al final del cuento. Una especie de Gandalf con más drogas y menos enseñanza. Me cuestioné por un segundo o dos si no era cualquiera lo que estaba viviendo. Me cuestioné, si en una de esas no me estaría metiendo en una historia demasiado delirante. Era fiable este hombre que había conocido hacía dos minutos en una app de citas? Ya el hecho de que sea alemán a mí me daba una ridícula seguridad de base. Si yo me encontrara perdida en una ciudad que no conozco y le preguntara para qué lado ir a un alemán y al mismo tiempo a un argentino, y ambos me dieran respuestas completamente opuestas, seguiría SIN DUDARLO las indicaciones del alemán. No sé, quizás me quemé con tanta leche argentina que veo una vaca hablando en español y lloro, pero hubo algo en su nacionalidad que me hizo tomarme todo un poco más en serio, con menos miedo. Pero igual la hermana hippie me hacía cuestionarme. Le dije que sí a una invitación a irme a Tailandia con un hombre que no conozco, que conocí en una app, en la primera cita, sentados en un bar sin sillas pero con butacas de avión. Suena a secuestro, mínimo. Era confiable este hombre? Era confiable la hippie? Era yo confiable?
Cuando se lo conté a mi mamá la primera reacción que tuvo fue de sorpresa y casi de orgullo de que yo hubiese aceptado emprender un viaje a la playa. Creo que lo tomó como un acto de madurez, de parte de esta hija vampira anti gente, anti sol, anti playa y anti países exóticos llenos de bichos. Luego de esa micro reacción estalló en pavor y con tono de madre desesperada me dijo “Ay, Mora… Mirá si es un traficante de personas… y vos que sos tan blanquita hija, allá les encantan las mujeres blancas!”. Y sí; soy blanca. Porque odio el sol, y odio la playa. Y todo eso de alguna forma era posible. Más posible que probable, pero posible. Por supuesto que madre tenía razón (en tener miedo, no en los hechos). Pero la razón no mata al impulso, y menos a la calentura. Por lo que no iba a cancelar el viaje ni mucho menos, pero también me empecé a cuestionar el idilio en el que estaba inmersa. Estaré tan cegada por un pito lleno de hermosa intensidad que me estoy entregando en bandeja a un traficante de blancas casi sin darme cuenta? La trata de personas no es joda. Ni acá, ni en la China y menos que menos en Tailandia. Es uno de mis más grandes temores, también. Y fue un miedo que tuve latente y por el que estuve alerta hasta que volví a Alemania. Reconozco igual que era más el miedo a haberme equivocado con mi intuición al miedo de que él termine siendo un traficante y que la hippie y mi madre hayan tenido razón. Tenía más miedo a haber fallado desde mi instinto animal, a que El Alemán terminara siendo un mafioso entongado con compradores de mujeres blanquitas en Tailandia. Tenía miedo, que después de haberme sentido tan plena y tan libre, todos esos hombres que me habían hecho sentir que está mal ser intensa, hubieran tenido razón; porque si la irresistible intensidad del Alemán había sido sólo un engaño para llevarme a Tailandia para ser devorada por hombres perversos, toda mi teoría de que la intensidad y el amor salvarán al mundo (o me salvarán a mí del mundo), se caía en picada.
Yo no soy una persona muy aventurera, de hecho me aterraba la idea de ir a Tailandia. No tanto por la trata, pero más por los bichos, los animales, las enfermedades, todo lo que me fuese desconocido e implicara un riesgo a alguna dolencia. Le tengo miedo a un millón de cosas, por eso me da cierta paz vivir en Alemania. Una de las cosas por las que huí de Argentina es porque me estaba dando más miedo que tranquilidad vivir ahí. No que en Alemania no pasen cosas, pero el riesgo es menor. Al menos el riesgo de las cosas que a mí me dan miedo: los bichos, los animales, las enfermedades, la trata, la calle, la violencia -en la calle y en cualquier parte-, la inseguridad, el miedo colectivo, el enojo colectivo, los engaños, los hombres con miedo a ellos mismos. Por eso, y aún corriendo peligro de equivocarme, si un alemán y un argentino me dieran indicaciones opuestas en una ciudad que no conozco, seguiría -sin dudarlo- las indicaciones del alemán. Me puedo equivocar? Sí. Me puede salir mal? Por supuesto. Pero cuando de mi instinto animal se trata, elijo hacerle caso. Después de todo, me he arrepentido más de escuchar a mis miedos que de escuchar a mi instinto. Y el miedo paraliza, por lo que de elegirlo a él por sobre una corazonada, me parece un error fatal.
También soy de creer de que todo pasa por una razón, y todo lo que tenga que pasar(me), va a pasar. En Alemania, en la China o en una isla perdida en Tailandia. Decidí entonces no hacerle caso a la hippie, tranquilizar a mi madre y entregarme a los brazos del Alemán y a las playas de Tailandia llenas de bichos. Saqué un pasaje con regreso 7 días después porque no quería perder demasiadas clases de alemán (neeeeerd), me arrepentí casi enseguida y lo cambié para quedarme 2 semanas enteras panza arriba meta playa y garche. Si lo iba a hacer, lo iba a hacer bien. Llamé a mi seguro de viajes, me dieron un montón de vacunas, me compré un montón de pastillas contra la malaria, me compré Plataforma de Houellebecq para entrar en contexto, and I hoped for the best.
No sé si era en el afán de autoconvencerme de que la locura en la que me estaba metiendo no era tan loca, pero cada día que pasaba entre que nos conocimos y la fecha de viaje del Alemán, me sentía más tranquila con mi decisión de embarcarme en esta aventura. Era todo tan inesperado y al mismo tiempo se sentía todo tan natural, tan como que tenía que suceder de esta manera, tan normal y cotidiano y tan intenso a la vez… Esas dos semanas previas a su partida, con El Alemán nos vimos casi todos los días. Estábamos totalmente embobados el uno con el otro. La segunda cita fue en mi casa. Amo profundamente ser anfitriona. Me encanta recibir gente en mi casa, cosa que me inculcaron mis viejos cuando yo era chiquita y ellos todavía una pareja, y tradición que siguió viva aún cuando yo crecí y mi familia se transformó en dos. Hay un culto al esmero para recibir gente en la casa de uno y hacerlos sentir a gusto que realmente me encanta. Es como hacer un regalo de alguna forma; amo con pasión (cuándo no?) hacer regalos, pensar en qué le va a hacer sonreír a una persona, qué puedo darle y que le quede en el corazón para siempre. Recibir a alguien en mi casa para mí es lo mismo. Desde qué ponerme, cómo peinarme, qué música poner, la iluminación, la comida. Cocinar para alguien es un acto de amor; es un mimo. Cuando estoy sola no cocino mucho. Mi hermana salió de la panza de mi vieja con una sartén en la mano y con una espátula en la otra. Yo no. Yo vine al mundo con las manos llenas de sentimientos, nada más. Mi hermana lo que tiene, aparte de buen paladar, es talento. Tiene un gusto exquisito y sabe cómo comunicarlo en la cocina. Le das un huevo y dos zanahorias viejas y te hace un banquete. Para mí es un misterio y cada vez que cocina me es tan anonadante como ver a un conejo sacar a un mago de la galera. Pero como cocinar es un acto de amor y yo soy la master chef de los sentimientos, cuando es para otros, cocino. No es el espectáculo que ofrece mi hermana, pero lo hago con bocha de amor, y eso casi siempre es suficiente. Así que para la segunda cita, aparte de ponerme guapísima y elegir una playlist increíble, cociné para El Alemán. Tengo la idea de que las segundas citas son aún más claves que las primeras. Porque cualquier tipo de impresión que uno haya tenido o idea que se haya hecho del otro, va a estar puesta a prueba en el segundo encuentro, y cualquier impostor queda en jaque. Aparte si bien habíamos dormido juntos esa primera noche, no habíamos tenido sexo. Así que doble expectativa, doble nervios y doble amor en la cocina. Hice unas pastas con bocha de queso y un poco de albahaca, tomatitos y ajo (jugado, pero todo salió bien). Para el postre quise hacerme la aventurera e hice unos brownies especiales con medidas totalmente a ojo. Antes de meterlos al horno chupé la cuchara de madera con la que había batido la masa. Sabía a brownie, la medida de chocolate estaba bien. Pero también tenía un intenso dejo a pachuli que me hizo cuestionarme en qué momento me sentí lo suficientemente capacitada como para hacer una receta a ojo. Para el momento en que El Alemán tocó el timbre de mi casa, entre los nervios y la chupada a la cuchara yo no podía parar de reirme. Él me encontró totalmente encantadora y se comió un brownie para reirse conmigo. Fue el accidente perfecto para romper el hielo, aunque yo me prometí nunca más hacer brownies, y nos reímos toda la noche. Entre risas me confesó que cuando le abrí la puerta quedó totalmente pasmado con lo linda que estaba, pero también que le parecía que estaba un poco demasiado arreglada, que quizás él debería haberse puesto un traje. Yo no estaba de gala ni mucho menos, pero obvio antes muerta que sencilla. Difícil que un hombre me dure si no puede lidiar con el hecho de que vivo más arriba de tacos altos que de zapatillas, y menos si tiene el tupé de pensar que me visto para él. Yo cocino para los demás, pero me visto y me pongo linda para mí. Si al otro le gusta, especialmente en una segunda cita, mejor… pero lo hago por mí. Reconozco que ese comentario me la bajó un poco, pero tampoco me pareció grave.
Comimos los fideos (que para el orgullo de mi hermana quedaron de rechupete), se nos calmó la risa y llegó la hora de los bifes. Sólo chapar con El Alemán me había dado más intimidad que todo el sexo que había tenido con El Danés en un año y medio. Nuestros cuerpos al abrazarnos encajaban como legos. Cada vez que él me abrazaba o me chapaba yo sentía que todas las células de mi cuerpo estaban en el lugar donde tenían que estar. Cuando apretaba sus brazos alrededor de mi cintura sentía que mi cuerpo estaba al borde de derretirse y colarse por entre su abrazo. No que El Danés no me abrazara ni me diera besos… pero nunca así. Nunca con tanta decisión, nunca tan desde adentro. Así que a esta altura del partido mi nivel de entusiasmo y expectativa era la de una nena en Navidad que estaba segura de que le iban a regalar la muñeca que le había pedido a Papá Noel. Una vez leí que desvestir a alguien de grande es el equivalente a abrir un regalo de niño. Siempre me gustó esa analogía y siento que desvestirse con alguien siempre debería generar eso. La entrega del cuerpo propio a otra persona no debería ser recibido como menos que un enorme regalo. Y esa noche de mediados de enero, en mi departamento de soltera en Berlín, fue navidad para los dos.
Hacía literalmente años que alguien no me hacía el amor. No que el sexo sin amor o el sexo fuerte estén mal (muy por el contrario). Pero fue tan conmovedor para mí que alguien casi sin conocerme me tratara así en la cama. Ni siquiera estoy segura de poder decir que fue un buen polvo. No lo recuerdo. Pero la actitud de él hacia mí fue enternecedora, positivamente abrumadora. Lo hizo con un nivel de respeto que me dejó boquiabierta. Y no hablo del respeto mutuo indiscutible que debe haber en el sexo por default, sino un nivel de consideración por el otro, como si cogerme fuese un honor absoluto. Entró en mí, en mi intimidad, en mi mundo más profundo, con tanto respeto, con tanta honra, con tanta ternura. Todo este tiempo me había convencido de que eso no era posible sin conocer en profundidad al otro. Me habían persuadido -los mismos que me hicieron sentir que estaba mal ser intensa- que era merecedora de ese sexo sólo después de ciertos pasos, de cierto tiempo, de ciertos títulos. Como si necesitara “ganarme” ese respeto de parte de un hombre. Quizás sea algo cultural. Quizás Tinder y la buena suerte esa noche estuvieron de mi lado. Quizás todo este tiempo sólo había tenido mala suerte. No sabía muy bien qué pensar, pero sentía que todos los planetas del universo se habían alineado para mí. Sentía que la vida me estaba sanando, después de tanto adolecer.
La tercera cita fue aún mejor, la cuarta espectacular, y así. Estábamos los dos totalmente idiotizados el uno con el otro. Él decía que eso que sentíamos debía ser amor, porque qué otra cosa podía ser? Yo, para la sorpresa de todos, dudaba un poco de esa declaración. Lo que yo estaba viviendo se sentía como un éxtasis constante, intensificado porque él sentía lo mismo -o más- que yo. Era realmente hermosa y sentía el cuerpo entero lleno de mariposas dentro. Pero algo muy muy adentro mío sabía que era apresurado, y hasta casi infantil, llamarlo amor. Estaba encantada de la vida, de verdad… pero yo había sentido amor antes y esto era algo muy parecido, pero simplemente no era lo mismo.
Y así nos pasamos esas dos semanas, de cita en cita, de polvo en polvo, felices de la vida. La genialidad de ser los dos freelancers era que el tiempo no nos afectaba. Pasábamos horas revolcándonos de la cama al living, escuchando música, cagándonos de risa, disfrutando el uno del otro. No nos importaba nada ni nos preocupaba nada del mundo exterior. Vivíamos en una pompa de jabón, como en un mundo con sus propias leyes de gravedad. Nuestras cenas consistían en vino tinto y tortas de todo tipo a las 2.30 de la madrugada (y siempre me dejaba elegir el pedazo de torta, renunciando él a la porción más grande o a la más tentadora, cosa que yo tomaba como un gesto de enorme generosidad). Nos abrazábamos mucho, y a la mañana me hacía café con granos recién molidos y tostadas con diversos toppings. Yo no desayuno tostadas,suelo desayunar un huevo y una fruta o yoghurt o algo igual de poco romántico. Pero era tal la nube de pedo en la que estaba que sentía que mi vida cobraba más sentido con esas tostadas a la mañana. Me decía cosas hermosas y prometedoras todo el tiempo. Cosas como que no veía la hora de vovler del viaje para presentarme ante todos sus amigos como su novia. Parafraseaba la idea del amor y me hacía entender que no veía la hora de amarme. Entre vinos y tostadas me enseñó a jugar al ajedrez. El juego me parece fascinante y si bien no aprendí en profundidad ni estoy en condiciones de enfrentarme ni al contrincante más inicial del mundo, nuestras sesiones me entretenían de sobremanera. Me explicó cosas sobre el Rey y la Reina que me costó entender, pero me dice algo así como que el Rey es el más importante pero la Reina es la de mayor valor y la más peligrosa, que es única y que prácticamente puede hacer casi cualquier movimiento que se le cante. Escucho todas sus explicaciones con inmensa atención y la descripción de la Reina me parece inexplicablemente romántica. También me dice algo como que el Rey no puede moverse hasta que se mueva la Reina, cosa que después de googlear las reglas del ajedrez me es imposible confirmar, pero la idea me parece fantástica.
La última noche antes de su viaje la pasamos juntos (por supuesto). Mientras hace las valijas me cuenta que parte del chiste del viaje era poner a prueba un dron carísimo que se había comprado, hacer un video por el cual su amigo millonario le pagaría, de alguna forma que no logro comprender relacionar el video con la inversión de bitcoins a la cual tantas fichas le habían puesto todos los tripulantes de ese crucero, y de alguna otra forma que no puedo entender, hacer más dinero. Todo excitado abre una caja gigante que apenas entraba en una valija y me muestra orgulloso el dron. Yo de drones tengo conocimiento cero, pero es monstruosamente grande (del tamaño de un perro mediano cuando duermen acurrucados sobre sí mismos hechos un bollito), y no sé de qué es capaz un dron de ese tamaño pero enseguida me doy cuenta que es uno de los más caros del mercado. Como nene con chiche nuevo lo saca de la caja y me invita a seguirlo al jardín, donde me mostraría cómo funciona. A mí no me interesa probar algo así porque siento que lo voy a romper de sólo mirarlo, pero voy encantada a mirar el espectáculo. Salimos al jardín cagados de frío pero súper expectantes. Estudia el terreno y elige un lugar puntual para apoyarlo antes de darle vuelo. Me explica un par de cosas básicas de su funcionamiento que no logro retener. Siento que estoy siendo testigo del lanzamiento de un cohete espacial. Todo es muy novedoso y excitante y nuevo y mecánico y me excita ver a alguien hacer (casi) cualquier cosa que yo no puedo o no sé hacer. Observo expectante y fascinada. Toca unos botones en el control remoto y las hélices del dron monstruoso empiezan a moverse y a hacer ruiditos y se prenden lucecitas. De repente y por un instante entiendo la fascinación que tienen los nenes (varones) con todas estas cosas. Empieza a elevarse tímidamente, pero rápida y firmemente toma altura. El aparato parece flotar con autonomía propia, pero el control lo seguía teniendo El Alemán con su control remoto en forma de joystick. 1, 2, 3 segundos y el dron sale disparado en dirección al edificio vecino; 1, 2, 3 segundos y el dron se estrella violentamente contra la tapia divisoria entre el jardín donde estábamos parados y el del vecino. El Alemán entra en shock y yo estoy sorprendida pero silenciosamente muerta de risa. La escena me parece genial pero trato de mostrarme muy preocupada. Yo sabía que en esos 3 segundos se habían perdido cientos de euros, pero la secuencia había sido tan absurda y tan espectacular que me relamía de sólo pensar que esto en el futuro iba a ser una gran anécdota de la cual nos reiríamos los dos contándosela a otras personas. Paradójicamente nunca llegamos a contarle esa historia a nadie (al menos no juntos), y ese accidente aéreo fue una especie de premonición sobre nuestra relación, pero ninguno de los dos lo sospechaba aún.
La noche estaba arruinada y lo que iba a ser una despedida llena de vinos, tortas y sexo desenfrenado se convirtió en un duelo tecnológico. A la mañana siguiente cogemos, lo acompaño al aeropuerto y me apena mucho que se vaya. No tanto porque sentía que lo iba a extrañar, pero temía y presentía que algo iba a cambiar entre nosotros al romper con esa cotidianeidad física y temporal. Algo se iba a quebrar y nuestro idilio en forma de burbuja se rompería con la misma liviandad con la que se había roto el dron. Antes de embarcar me manda un WhatsApp agradeciéndome los días que habíamos pasado juntos y que gracias por llenarle de luz los días tan oscuros del inverno berlinés. Suena a una despedida. Qué pena, pensé. Y si bien ya tenía aceptado que las cosas no iban a ser idílicas para siempre, me entusiasmaba saber que una semana después me reencontraría con él. Había una nueva aventura en puerta, y si no iba a ser utópica, con que fuese intensa a mí me bastaba. Y créanme, lo fue.