El sol caía con fuerza. Sin duda quería quemar todo lo que no había achicharrado el día anterior. Las escasas nubes que aparecían aquí y allá, gigantescas pelotas blancas como la nieve, estaban muy altas, inalcanzables, como si se avergonzaran de aparecer por allí y quisieran disimular su presencia, evitar enemistarse con el sol, dueño y señor de la zona. Y nada de atreverse a descargar unas gotas de esa agua tan necesaria y tan esperada, que ayuda a que los que se pierden en el desierto tengan un atisbo de esperanza de encontrar un charco que pueda salvarles la vida o a mantenerlos vivos hasta que alguien pase por allí y pueda ayudarlos. No. El desierto era tan inhóspito como los que nos presentan en el cine; tan agresivo como Monumental Valley, que los tres padrinos con el bebé recién nacido recorrieron en unas jornadas agónicas; tan aparentemente muerto como los cadáveres de los soldados que, todavía en sus puestos de combate, vigilaban el desierto en Beau Geste.
Y el viento, el silbido impresionante y omnipresente; una especie de amenaza que te asegura que no vas a salir vivo de sus dominios; la voz de un monstruo incorpóreo, el ulular de una fiera como las que pueblan las mentes de los niños por las noches; que mueve incansablemente la arena, llevándola de un lado a otro, formando dunas nuevas, haciendo imposible encontrar el camino que acabas de abandonar; que te obliga a perderte en la inmensidad al tiempo que su voz, profunda y aterradora, te acompaña en un vagar sin fin que suele acabar con un festín para los carroñeros.
Ni una sombra, ni un arbusto reseco, nada que atenuara la luz que quemaba los ojos de aquellos que se atrevían a mirar al sol. Tras una duna, la arena se movió levemente, al principio, pronto surgió la copa de un sombrero que continuó subiendo hasta dejar un pequeño hueco entre el sombrero y la arena. A través de la rendija, unos ojos marrones, entrecerrados, buscaron algo que indicara la presencia de vida. Un brazo masculino se asomó lentamente por entre la arena y la mano comprobó si la temperatura seguía sobrepasando los cincuenta grados. Su piel blanquísima reaccionó ante el calor y, en menos de dos minutos, se cubrió de ampollas punzantes como alfileres. Por eso desapareció bajo la arena tan rápidamente como había aparecido. Demasiado calor y, murmuró el hombre, demasiada claridad. El sudor le caía por la frente, algo a lo que no estaba acostumbrado ya que procedía de un país tan inhóspito como el desierto, pero tan frío que la nieve cubría los bosques y los caminos durante muchos meses al año. Comprendió que debía seguir semienterrado en la arena, como la mayoría de los animales que vivían allí. Era la única forma de protegerse de la luz cegadora mientras esperaba a que el sol se ocultara. Se cubrió como pudo con la arena, dejando únicamente la pequeña rendija, mimetizándose con lo que lo rodeaba. Intentaría sobrevivir hasta que la oscuridad le permitiera moverse con libertad, buscar alimento. Lo malo era que no todos los habitantes del desierto temían la luz. Para muchos, esta significaba vida y comida. Y muchos de ellos, no se contentaban con comer hojas resecas o insectos. Algunos, bastantes, necesitaban algo de más enjundia; algo que les permitiera seguir moviéndose, cazando, viviendo. Algo como la carne, animal o humana. Ellos no hacían distingos; no entendían de jerarquías en la cadena alimenticia. Un cuerpo es un cuerpo y punto. Por eso, el hombre se obligó a mantener una inmovilidad total.
¿Qué llegó antes, el sonido del aleteo o las sombras alargadas reflejadas en la arena? Tanto da, el caso es que ya estaban allí. Los buitres, fieles a la invitación, hicieron acto de presencia antes de que los demás carroñeros, de cuatro patas o alados, pudieran fastidiarles el festín. Sobrevolaron la zona donde el hombre permanecía semioculto bajo la arena, observando si la pieza a cazar estaba viva o no. No parecían tener prisa. Batían sus alas perezosamente, dejándose llevar por las corrientes de aire, sin alejarse de la zona, vigilantes. Un fénec surgió de la nada – cogiendo a los buitres por sorpresa – se acercó al hombre y olfateó el hueco en la arena, tímidamente. Localizó una mano, pero no parecía una de las presas que solía cazar, peludas y huidizas. Y eso lo volvía cauto. No debía despertar a la futura víctima. Primero tendría que cerciorarse de que no era una amenaza sino, simplemente, una posible cena. Los buitres, alarmados por la presencia del zorrito, se posaron sobre una duna bastante alta y, desde allí, se aprestaron a defender su presa de invitados indeseados.
El hombre se sentía mal. La noche anterior no había conseguido alimento y, la debilidad lo invadía, impidiéndole pensar con claridad. ¿Qué haría para sobrevivir? Sus argucias de cazador no le servirían. No estaba entre bosques tupidos y torrentes, donde abundaban animales que dejaban huellas conocidas, ramas rotas y aromas que lo dirigían directamente a ellos. En este lugar abrasado, estaba totalmente perdido. ¿Resistiría otra noche más sin poder beber? Engañado por la sombra que proyectaba el sombrero, un escorpión salió de su agujero en la arena creyendo que la noche había caído sobre el desierto. Pronto comprendió su error y brujuleó durante unos instantes hasta dar con el refugio del que acababa de salir. Al pasar, se paró frente a los ojos del hombre, que lo observaba atentamente. El animal dudó entre atacarlo o dejarlo correr. Optó por esto último y se hundió en su escondrijo.
El sol empezaba a perder fuerza. Los buitres seguían vigilando y el fénec daba vueltas alrededor de aquella cosa tan extraña. En vista de que no parecía haber nada comestible, optó por retirarse. Se oyeron unos ladridos lejanos. Más que ladridos parecían gritos humanos. Personas que se quejaban, que parecían pedir auxilio, estar en trance de sufrir algún espantoso tormento. El hombre supuso que serían perros salvajes o algún otro animal parecido. Pronto el desierto volvió a estar silencioso, con la excepción de viento que continuaba soplando y gimiendo. El hombre siguió esperando, intentando controlar los calambres que le provocaban la inmovilidad forzada de todo su cuerpo. ¿Cuánto duraría la espera? Los graznidos de los buitres lo alertaron de que se acercaba el momento de enfrentarse a aquellas aves que esperaban su muerte. Y, efectivamente, los aleteos se oían cada vez más cerca. El mal olor que despedían los delataba. El hombre pensó rápidamente cuál sería la estrategia más eficaz contra aquellos pajarracos agresivos y tan hambrientos como él. En pocos segundos, su mente barajó distintas posibilidades; sopesó sus fuerzas y llegó a la conclusión de que tenía que intentar luchar, plantar cara y defenderse como pudiera. La sed y el miedo lo guiarían. No en vano venía de una saga de guerreros a la que nadie, ni el enemigo más poderoso, habían conseguido doblegar durante siglos. No podía olvidarlo.
Se incorporó de un salto. Era un hombre joven, no muy alto pero musculoso, de piel muy blanca, pelo negro, largo y rizado, que formaba tirabuzones que llegaban a la mitad de la espalda y un bigote poblado que le cruzaba el labio superior como una cicatriz. Con un gesto rápido y firme, tiró a un lado la capa y se dispuso a enfrentarse a los carroñeros con la única ayuda de una daga. Los buitres se sorprendieron de ver que la víctima estaba vivita y coleando, pero pronto se les pasó el susto y se dispusieron a atacar. Confiaban en su fuerza y en su número. Se acercaron andando torpemente, como si estuvieran borrachos y no controlaran sus movimientos. El hombre los esperó sin pestañear. Un buitre que se había mantenido apartado de los demás, en la parte más alta de una duna, fue el primero en lanzarse contra él, las alas abiertas, y las garras dispuestas a hincarse en el cuerpo de aquel humano que no intentaba huir.
El encontronazo fue brutal. El hombre cayó de rodillas, protegiéndose la cabeza. El animal volvió a atacarlo. El hombre quedó tendido en el suelo. Los demás buitres se acercaron, animados por la fácil victoria de su compañero, dispuestos a rematar a la víctima y no marcharse de allí hasta que sus huesos quedaran mondos y lirondos. Pronto el hombre se vio rodeado de una veintena de cabezas peladas y ojos brillantes que buscaban los puntos más débiles de aquel cuerpo. Entonces, para sorpresa del grupo, el hombre se giró y agarrando a uno de los buitres, lo degolló con un movimiento rápido y tiró el cuerpo lo más lejos que pudo. Eso animó a los más hambrientos a olvidarse del humano y comerse a su congénere. Se sucedieron los graznidos, los picotazos y las peleas por hacerse con los mejores bocados. Pronto un nuevo cadáver fue a hacerle compañía al primero siendo muy bien recibido por los comensales cuyo número iba aumentando. Al banquete se añadieron otras dos víctimas. El hombre, cansado y cubierto de sangre, miró los cuerpos de otros tres pájaros, también degollados, que yacían en un montón a su lado. Observó que la sangre manaba de las heridas que los habían matado. Hizo un gesto de desagrado. ¡Qué desperdicio! Se sentó, agarró uno de los buitres y se dedicó a la grata tarea de beber la sangre que, gota a gota, le devolvía la fuerza perdida. Cuando terminó con el primero, cogió otro cuerpo y, antes de comenzar a desangrarlo, miró hacia la luna llena e hizo el gesto de brindarle la muerte de aquellos pájaros. “No hay quien consiga vencer a un Drácula. Si lobos, osos y zorros no lo consiguieron, estos no tienen la más mínima oportunidad” afirmó, sonriente. Por la comisura de sus labios se deslizaba un hilillo de sangre. Después caminando con cuidado hacia los que todavía no se habían decidido a abandonar el campo de batalla, exclamó: “No huyáis. Esta noche tengo bastante hambre”
Esther Domínguez
Es una santiaguesa que vive en Pontevedra, donde enseñó inglés hasta hace un año. Es muy aficionada a la lectura, los viajes, las plantas y el chocolate (su gran pasión). Ha ganado el I Premio de Novela “Felí Úbeda” (2017) con El rubí de Marco Polo, además de varios premios de relato corto. Ha publicado cuentos en revistas de España, USA, México, Costa Rica, Venezuela y Chile.