¿Qué es peor que vivir con un hombre?
Vivir con cuatro.
¿Qué es peor que vivir con cuatro hombres?
Vivir con un hombre en recuperación post quirúrgica.
Lo primero que notamos con mi hermana cuando la foto del Danés aparece por primera vez en mi búsqueda de Tinder, antes del mapamundi tatuado en su pecho, antes del barco y del sombrero de marinero, es su ombligo gigante, gordo, redondo y para afuera. Luego de las primeras dos o tres citas tomo coraje y le pregunto qué onda con ese pupo tan extraño. Me dice que siempre lo tuvo así, y que de hecho la hermana lo tiene igual. Meses después, para la sorpresa de él pero no la mía, tras unos estudios resulta que no era algo normal, que la hermana no tenía el mismo ombligo radioactivo, y que éste era en realidad una hernia. Los médicos le explican que no es algo de vida o muerte, que es algo que suelen tener los bebés y niños, pero no los adultos, y que es su decisión sacársela o no. Típico caso de bebé-adulto. Decide sacársela, y por tener el domicilio en Londres lo más conveniente, seguro y barato (gratis) es operarse allí.
Decido por supuesto acompañarlo. Porque me parece lo correcto, pero también porque seguimos sin casa permanente en Berlín, y en Londres un amigo de él nos hospeda gratis. Y es la excusa perfecta para volver a mi amada Londres, visitar a Renzo, mi amigo del alma que conocí en otra vida mientras estudiaba Comunicación Social en la UBA, que ahora vive en Londres con su envidiable pasaporte Italiano. No era un plan complicado. Volaríamos un par de días antes de la operación, lo operarían y nos quedaríamos unos pocos días post operación por precaución. Una semana en Londres. Una semana que se convirtió en un mes, y en una pesadilla del tipo película gore.
Desde el momento en que pisamos el aeropuerto me di cuenta que algo no iba a estar del todo bien. Subestimé ese presentimiento. Minutos antes de subirnos al avión nos peleamos por una tontera que se transforma en algo serio e insufrible con la velocidad de una bola de nieve, camino a ser avalancha. En ese momento me dieron ganas de no subirme a ningún avión, de meterle la hernia en el orto, de mandar todo a la mierda, la operación, el viaje, la visa, la relación y la concha de la lora. Llegamos a Londres de madrugada, enojados, callados, odiándonos un poco. Arrastrando las valijas por las calles de Camden, con la espalda torcida con mi mochila de mil kilos y los labios apretados para no putear.
La Casa de Camden: a caballo regalado no se le miran los dientes.
Cuando eramos chicas, a mi hermana y a mí nos mandaban a clases de equitación durante el verano. Es algo muy común en las sierras de Córdoba, casi como andar en bicicleta. De hecho aprendí a andar a caballo diez años antes de aprender a andar en bici. A mí me encantaban esas clases. Pese al calor de diciembre a marzo, amaba subirme a ese animal enorme, majestuoso, calmo, peludo y suavecito. Años más tarde leí sobre la equinoterapia y entendí totalmente por qué funciona tanto. No sólo nos sentábamos en la montura a dar vueltas por ahí; aprendíamos a generar un vínculo con el caballo, basado en la confianza absoluta. Nos parábamos arriba del caballo, caminábamos por debajo de él, le acariciábamos la panza, los abrazábamos. Y todos los años a modo de graduación o lo que sea, hacíamos una cabalgata más larga de lo normal, nos adentrábamos en alguna montaña y acampábamos por una o dos noches en algún llano cerca de un río. No puedo explicar lo que yo odiaba esos campamentos. Los campamentos en general. Los odio. Odio todos los campamentos del mundo y odio que te obliguen a acampar. En el colegio nos lo imponían, sin caballo y si no ibas perdías la cursada de Educación Física. Situaciones absurdas de la educación que recibí en mi infancia. Pero ese es otro capítulo.
Me acuerdo de un campamento con los caballos, no me acuerdo cuántos niños íbamos por campamento, pero sí me acuerdo que, como de costumbre, mi hermana y yo eramos las diferentes del grupo. Nos adaptábamos como camaleones, pero era evidente que eramos camaleones de otro pozo. Todos los otros chicos, la gaucho-profe y su gaucho-asistente, llevaban el tema del campamento con una naturalidad, una felicidad y una comodidad con las carpas, la tierra y las bolsas de dormir que les corría por las venas. Y los que no eran muy gauchos se hacían los gauchos y pasaban desapercibidos. Una sola vez mis papás nos regalaron una carpa, la armamos una vez en el jardín de casa, dormimos ahí una noche que diluvió y nos empapamos, y nunca más supimos cómo volver a armarla, ni desarmarla, ni meterla en la bolsita donde se guarda, ni realmente disfrutarla. Esas eramos nosotras. El resto de los chicos tenían su kit de carpa, bolsa de dormir, ropa especial para acampar, polainas de cuero para no pincharse con los espinillos, rompevientos, set de plato, cubiertos y vasito de metal que nunca envidié ni envidiaré, pero todos los llevaban a los campamentos con un orgullo gigante, como si fuesen estampitas de colección. Yo iba con zapatillas con luces en la suela y con mi tacita de plástico de La Bella y La Bestia, y contaba las horas como los presos para ver cuánto faltaba para volver a la comodidad de mi casa. A la mañana nos servían mate cocido con bizcochitos, cosa que jamás se desayunaba en mi casa, y reconozco que me costaba salir del yogurt con froot loops, pero me la bancaba como una reina. Me sirven el mate cocido calentado a leña en mi tacita de Disney, agradezco, y cuando bajo la mirada veo que en mi mate cocido flotaban catorce barquitos de tierra y mugre y partículas no identificadas, propias de ese nosequé que tienen los campamentos. Se me ocurre hacer un comentario al respecto, por el cual me gano tremendo reto de la gaucho-profe y miradas burlonas de mis gaucho-compañeritos. Porque “si quería irme de campamento tenía que aprender a bancarme tomar mate cocido de un vaso sucio”. En primer lugar, yo no quería irme de campamento. Y en segundo lugar, me parecía innecesario el tema de la suciedad. Porque ni siquiera era mi vaso el que estaba sucio, era la olla de comedor donde hacían ese mate cocido inmundo, que saturaban de azúcar, lo que atraía a bichos, y lo hacían bajo un árbol que perdía hojas y ramitas, y ni siquiera quiero saber de dónde salía la tierra. Pero no dije nada, porque aún sintiendo que ellos no tenían razón, más me molestaba que me tildaran de histérica, de malcriada, de insoportable o hinchapelotas. Así que me tomé de un solo trago el mate cocido con los catorce barquitos que flotaban en él, dejando en claro que yo sí me la banco, y me las banco todas si es necesario, pero prefiero dormir en una cama, y mi desayuno sin tierra. Siempre odié los campamentos, pero tengo que reconocer que me curtieron.
Qué regalo más grande que tener alojamiento gratis en Londres? Yo no pretendía el guest room del Palacio de Buckingham, pero nunca pensé que mi estadía en la ciudad que me había enamorado y que le había dado empuje a esta nueva vida y a este blog, me iba a arrastrar hacia una regresión de sufrimiento nivel campamento. La casa de Camden es de un amigo del Danés. Este amigo, del cual no voy a dar nombre ni apellido por razones legales, morales, policiales, por honor y por el cariño que le tomé pese a este post, es un escocés grandote, medio gordo, se ríe cada vez que termina una frase, le falta medio diente frontal, tiene un flequillito recto y grasiento, usa en todo momento ropa deportiva del tipo jogging de Adidas, y es dealer de drogas clase A (para más referencias visuales ver la peli ‘Young Offenders’, que aparte de figurativa es desopilante). Eso sí, por sobre todas las cosas, es un amor de persona, un Scotish badass con corazón de león. La casa de Camden es chiquita, pero linda. Una planta baja con mini cocina, mini comedor y mini living, un primer piso con un dormitorio y un mini baño, un jardín muy verde, y detrás del jardín una dependencia tipo quincho, donde vive el hermano mayor del dueño de casa; el hermano mayor drogadicto en recuperación, a quien la droga lo dejó jugando con pocos jugadores y con una papa en la boca sumado a un fuertísimo acento escocés, pero un sol de persona también. El problema de esta casa es el estado en el que está, porque la dejaron a cargo de cuatro adolescentes. Cuatro adolescentes más cerca de los cuarenta que de los treinta, pero cuatro adolescentes huevones al fin: Adolescente nro. 1 “El Dealer”, Adolescente nro. 2 “El Hermano”, Adolescente nro. 3 “El Danés”, Adolescente nro. 4 “El Mejor Amigo”. Se conocen todos de haber vivido en un wearhouse en Londres hace unos años, y de alguna forma nunca superaron esa etapa de adolescencia trash colectiva.
Apenas entrando a la casa, el ancho del mini pasillo que lleva a la cocina/mini comedor se reduce a la mitad porque hay una pila de zapatos viejos que casi tocan el techo. En la mesa del mini comedor hay una caja de herramientas llena de ropa y diarios de izquierda. La cocina en su totalidad tiene una capa gruesa de mugre, de esa que te da miedo apoyar la cartera o un vaso en la mesada por miedo a que una colonia de gérmenes marcianos lo secuestre. Hay todo tipo de manchas en la mesada, las paredes, las hornallas. Todo se ve pegajoso, asqueroso, y que está ahí pegado hace mucho tiempo. En una de las hornallas hay una sartén con medio litro de aceite viejo, y en la bacha hay una PILA tipo jenga de más sartenes aceitosas, platos, cubiertos y utensilios como de parrilla oxidados, vasos con marcas blancas de agua, cachos de comida mojada. Abro los compartimentos de la alacena para ver qué comen estos salvajes y hay latas de mariscos ahumados y frascos de caviar. En la heladera hay catorce tuppers con comida vieja. En el freezer, helado de chocolate y un frasco de hongos alucinógenos. Todo me desconcierta y me da arcadas y apenas dejo mi equipaje, y sin que nadie me lo pida, agarro la esponja maloliente y medio podrida que yace al lado de la canilla, la embebo en cif y luego en detergente, tomo coraje, tomo aire y me aguanto la respiración hasta que logro dejar la cocina decente. Nadie pretendía que la primera mujer en pisar ese departamento hiciera eso, no fue una cuestión de sexismo, fue una cuestión de salud mental. Soy la anti ama de casa, no me son comunes esos ataques de limpieza (la Monica Geller de la familia es mi hermana), pero era necesario, si quería sobrevivir a mi estadía en este regalado caballo de Troya de mugre. Saludable para todos, digo. No sólo para mí, pero para los muchachos también. Como dije, son adolescentes. Cada vez que terminaban de comer, los platos quedaban donde se habían usado: sobre la mesa del mini comedor, sobre el sillón del mini living, en el piso, en la mesada, pegados de mugre a cualquier superficie que hubieran tenido al alcance en ese momento. Y si se caía un envoltorio de golosinas al piso, o incluso un bocado de fideos con crema, ahí quedaban también, para que lo chupetearan las cucarachas. Y ahí iba yo, limpiandoles el culo a los cuatro adolescentes, lavando platos y fregando superficies llenas de aceite y manteca, despegando cubiertos de las sartenes y levantando tetrabricks de leche y corchos de grappa del piso. Spoiler: después de tres semanas de rituales de constante limpieza, luego de una cena en que Adolescente nro. 4 cocinara un curry que me dejó boquiabierta de grata sorpresa, veo cómo dos de estos cavernícolas adolescentes levantan por motus propio sus propios platos Y LOS ENJUAGAN CON DETERGENTE. Me mojé toda cuando vi eso. Por supuesto lavan como el culo y tuve que ir atrás a relavar todos los platos, pero me emocionó la escena. Me sentí realizada. Me sentí como esas niñeras de los reality shows donde una “supernanny” va a rescatar una familia gobernada por niños rebeldes. Ahí estaba yo, una Mary Poppins que ya cuando estaba a punto de perder fe en su profesión ahora parecía estar a punto de graduarse con honores. Estoy segura de que ahora que me fui todo volvió a la sucia normalidad, pero en ese momento sentí que nacía una nueva luz de esperanza en la humanidad.
El dormitorio estaba en un estado sospechosamente decente. Adolescente nro. 4 había dormido ahí durante unas semanas antes de nosotros, y ante la incapacidad mental de lavar nada antes de nuestra llegada, en vez de lavar las sábanas viejas, compró nuevas. Así que no había de qué quejarse.
Ahora, el lugar más temido: the baño. Lo primero que noto del baño es que no debo entrar ahí sin un calzado impermeable. Está todo mojado, con una capa de agua marrón y pelos (negros, cortos y enrulados). La mugre trepa por las paredes pero asombrosamente el piso de la ducha parece estar limpio, lo que significa que voy a poder bañarme descalza. La bacha está pintada con salpicaduras de dentífrico endurecido al mejor estilo Pollock. No puedo ni explicar la paleta de colores de manchas en el inodoro (se acuerdan de Trainspotting??), y la tabla está quebrada al medio. Si alguien llegara a sentarse ahí inevitablemente terminaría sentado haciendo contacto directo con la cerámica del inodoro y todas las cosas vivas que deben de estar viviendo ahí dentro. Qué fácil debe ser hombre y mear de parado! Me paso el mes entero haciendo pis y demases haciendo equilibrio para no tocar esa tabla. Saben lo difícil que es eso?! Me alegro de haberme matado en el gimnasio todos estos meses y haber hecho tantas sentadillas. Mis cuádriceps sufren y crecen cada vez que uso ese baño, y cada vez que lo hago me planteo que éste quizás sea el lugar en peor condiciones sanitarias sobre la tierra para hacer una recuperación post quirúrgica. Lo fácil también de ser hombre creo que es la posibilidad de apuntar el chorro de pis. Con la salvación de cuando recién se levantan o luego de tener relaciones que dicen que el chorro tiene vida propia y va para cualquier lado. Pero por lo general tienen cierto control, no? Para las mujeres, la gracia de sentarse, es también garantizar de que el chorro va a ir a parar adentro. A veces, a nosotras también nos pasa de que tenga vida propia y no vaya tan en línea recta (quién no se mojó los pies alguna vez tras decidir hacer pis en cuclillas en la vía pública?). Cuestión que la primera vez que uso ese baño, entre el asco, la sorpresa, el enojo, la falta de equilibrio y el no saber de dónde agarrarme, el chorrito de pis sale con un desvío de 45 grados y me meo completamente la pierna derecha. Veo cómo el chorrito dorado choca contra mi piel, y corre como un río a lo largo de ella, para terminar la mitad en la calza, la mitad adentro de la bota de cuero. Respiro hondo, me seco la entrepierna, la pierna, la calza, la bota, y me doy cuenta de que no tengo dónde tirar la bola gigante de papel higiénico mojado. Qué manía la de los hombres de no tener tachito en el baño! Grgrgr. Como hombre, si tenés alguna mujer en tu vida, al menos UNA, debería darte vergüenza no tener tachito en el baño. Y si no tenés una novia, o una amiga o una hermana, o si ni siquiera tu mamá va a visitarte, pero si alguna vez en tu vida querés ponerla, tené un tachito en el baño. Acordate, si querés coger, poné un tachito en el baño. Confiá en lo que te digo. Pero en este baño no hay ninguno, y tengo miedo que si tiro el papel en el inodoro se vaya a tapar y el agua empiece a rebalsar por todos lados. Quiero romper todo y mandar todo a la mierda, de meterle la hernia en el orto, la operación, el viaje, la visa, la relación y la concha de la lora. Y qué bella parece ahora la idea de irme de campamento y beber de un vasito lleno de tierra.
Mi paciencia parece no tener límite y decido quedarme y no romper nada ni mandar nada al carajo, pese a todo y a que éste era sólo el comienzo. Pero me doy ánimo y me digo a mí misma que, por una semana, puedo mear de parada y aguantarme todo lo demás.
Llega el día de la operación, dejo al Danés en el hospital y voy a buscarlo un par de horas después. Me recibe una enfermera que se calentó con él y me reta a gritos en frente de otros pacientes por “llegar tarde”, lo cual parece darle cierta satisfacción y cierta sensación de poder, mientras lo mira al Danés de reojo buscando algún tipo de aprobación o que le devuelva el coqueteo. El Danés está tan drogado después de la anestesia total que no sólo no puede devolverle el coqueteo, no puede caminar en línea recta ni hablar claramente. Me pregunto por qué me lo devuelven en estas condiciones y no se lo quedan un par d horas más. Es como si me estuvieran vendiendo un muffin al que le falta media hora de horno. Arrastro su pesado cuerpo de vikingo a través de la red de subtes de Londres, mientras se ríe de absolutamente todo y lo único que quiere es parar cada metro y medio de caminata y abrazarme. Es como tratar de hacer llegar a su casa a un bebé borracho y gigante. Llegamos. Lo meto en la cama y ruego que se quede dormido porque no tengo experiencia como niñera. Sigue en modo bebé y se rehúsa a dormir. Quiere comer helado que por suerte tengo preparado como si fuese una mamadera, y quiere mantenerse despierto el mayor tiempo posible, para sentir los efectos de los residuos de morfina que le quedan corriendo por las venas. Todo me parece ridículo y como una madre agotada le dejo hacer lo que quiera y me dispongo a dormir una siesta yo.
El día que llegamos, Adolescente nro. 1 me da como regalo personal de bienvenida un puñado del mejor porro que probé en toda mi vida. Viendo todo con un poco de perspectiva, creo que me hizo ese regalo a modo de disculpas. Por la mugre, por la pila de platos sucios, por la tabla del inodoro, por lo insoportable que se volvería su amigo, y por todo lo que vendría.
La intervención de una hernia de ombligo es casi una intervención rutinaria, pero el Danés lloriquea como si le hubiesen abierto el cráneo con un tenedor oxidado. Los primeros días post operación consisten en cambios de vendajes, administración de pastillas, y mi paciencia puesta a prueba con este bebé adulto. Un bebé adulto constantemente malhumorado que se siente vulnerable, que se rehúsa a bañarse por dos semanas por miedo a mojar el vendaje, que sólo quiere comer azúcar, y a quien el médico le prohibió cualquier tipo de actividad sexual durante 2 meses, recomendación que lleva al extremo y nuestros cuerpos no se tocan ni para hacer cucharita al dormir, por miedo a romper a este bebé adulto de cristal. Lo más difícil de lidiar era, en realidad, que -como todo hombre- nunca admitió lo movilizado y chinchudo que todo este tema lo tenía. Porque los hombres tienen eso, no? De actuar como si se estuvieran muriendo cuando les sube a 37 y medio la fiebre. Eso ya es insoportable, pero lo más insoportable es que no admitan que se ponen así.
La intervención de una hernia de ombligo es casi una intervención rutinaria, pero el Danés lloriquea como si le hubiesen abierto el cráneo con un tenedor oxidado. Los primeros días post operación consisten en cambios de vendajes, administración de pastillas, y mi paciencia puesta a prueba con este bebé adulto. Un bebé adulto constantemente malhumorado que se siente vulnerable, que se rehúsa a bañarse por dos semanas por miedo a mojar el vendaje, que sólo quiere comer azúcar, y a quien el médico le prohibió cualquier tipo de actividad sexual durante 2 meses, recomendación que lleva al extremo y nuestros cuerpos no se tocan ni para hacer cucharita al dormir, por miedo a romper a este bebé adulto de cristal. Lo más difícil de lidiar era, en realidad, que -como todo hombre- nunca admitió lo movilizado y chinchudo que todo este tema lo tenía. Porque los hombres tienen eso, no? De actuar como si se estuvieran muriendo cuando les sube a 37 y medio la fiebre. Eso ya es insoportable, pero lo más insoportable es que no admitan que se ponen así.
Pienso en mi papá que con su piernita llena de polio nunca se queja de nada. Le rezo a San Edipo. Con el Danés ya no había por dónde conectar. No solo habíamos perdido toda situación de ternura o intimidad como pareja; no podíamos hablar de nada, porque todo se volvía en una tragedia, en algo dramático, en algo que el mundo estaba complotado para hacerlo sentir mal a él. Era como tratar de hacer razonar a un bebé cansado. Victimización al mil, no podía entrar en razón con nada, bebé adulto de cristal, caprichoso, malhumorado, indispuesto e insoportable, a cargo mío. Hay que desromantizar el juego de roles y quemar todos los trajecitos de enfermera sexy de todos los sex shops del mundo. No es divertido, no es sexy, y se requiere de una paciencia y corazón enormes. Mi mayor respeto a las enfermeras de verdad, y a todas las mujeres cuyas parejas son víctimas de alguna enfermedad, accidente o cirugía de gravedad. Ellas merecen un monumento en medio de la 9 de Julio que pueda verse desde la luna.
De una semana pasó a ser un mes porque los médicos insistían con chequearle el pupo una y otra y otra vez. Porque pese a mi falta de paciencia, mi desempeño como enfermera fue excelente, pero había un puntito que no quería cerrar del todo. Y decido quedarme con él, chequeo tras chequeo. Más que por amor, porque no confío en dejarlo solo con la laguna hormonal en la que se está hundiendo. Mi cable a tierra es ese porro mágico y mis encuentros con mi amigo Renzo. Es como tomarme vacaciones de mi vida de niñera-enfermera, hacer terapia e inyectarme un poco de amor al mismo tiempo. Renzo era todo eso, el porro sólo lo usaba para dormir. Empiezo a tener sueños muy vívidos, tanto que me asustan y me despierto de golpe todas las noches como si alguien me diera una trompada en el pecho, sólo para volver a dormirme y soñar con la misma intensidad. Son sueños que se repiten casi todas las noches. Son sueños recurrentes y me parecen cada vez más reales. Sueño con Renzo y cómo me gustaría estar viviendo con él y no con el bebé adulto. Sueño con mis viejos y que soy chiquita y que no me mandan de campamento. Sueño con Martín, que estamos sentados uno frente al otro y él no para de comer fideos con tuco y nunca levanta la mirada, tiene la mirada fija en el plato con una montaña de tallarines y siempre sin mirarme, me pregunta que si él me dijera de volver a estar juntos como el primer día, sin que nada hubiera cambiado, yo qué le diría. Me vuelvo a despertar con la trompada en el pecho y me vuelvo a dormir y sueño con obras de arte, pinturas y esculturas y exposiciones enteras e inéditas. Me doy cuenta que de tanto dolor y tanta mugre algo bueno está saliendo. Estoy inspirada por primera vez desde que dejé Buenos Aires. Me vuelvo a despertar, anoto todos mis sueños rápido porque sé que si no me los olvido. Miro a mi lado y ahí está: bebé adulto con cara de orto otra vez, y me doy cuenta que estoy agotada. Agotada de dar, y de mimar sin ser mimada, y del maltrato y la falta de amor, y me digo que es sólo una etapa, porque los hombres se ponen así cuando están enfermos, porque no saben sufrir de otra forma, que tengo que ser fuerte porque si no me voy a volver loca, pero igual me dan ganas otra vez de romper todo, mandar todo a la mierda, de meterle la hernia en el orto, renunciar a Londres, a la visa, la relación y la concha de la lora. Me pregunto cómo hace la gente para casarse. Cómo hace la gente para cultivar tanta paciencia, para no romper todo, mandar todo a la mierda. Hay gente que se casa dos veces. Cómo hacen?! A esta altura del viaje quiero abandonarlo todo, ser soltera por siempre, lo único que quiero es irme de mi ex amada Londres, quiero conseguir casa en Berlín, sacar mi ropa de la valija, quiero dejar de ser niñera de un bebé adulto y lo único que quiero es pasarme el día pintando y haciendo esculturas de mis tetas. ¡¿Era mucho pedir?!
Aparte de todo este mambito personal, en Londres se respiraba un aire de miedo, de inseguridad, de que quizás un nuevo ataque terrorista o de ácido esté a la vuelta de la esquina. A los pocos días de llegar, hubo un incendio tremendo en Camden Market a unas pocas cuadras de nuestro departamento. Esa misma semana vimos desde nuestra ventana cómo cuatro tipos le robaban una moto a otro, y no mucho tiempo después un chabón me abordó en la calle en una situación rarísima donde no paraba de decirme lo linda que era y que quería conocerme más, mientras un tachero siniestro observaba la escena de cerca con la puerta abierta. Me empezó a agarrar un miedo muy profundo, me sentí como me sentía en Buenos Aires y sumado a todo lo que venía pasando con el Danés, me empecé a poner muy triste.
Una mañana descubro un pan desmenuzado sobre la mesada, que la noche anterior estaba entero e intacto. Me doy cuenta que fueron ratas, y era vomitar o largarme a llorar. Elijo huir. Me junto con Renzo y fumamos un porro en los Jardines de la Reina. Atesoro el poder de la amistad más que nunca. Nos abrazamos mucho y nos reímos hasta que nos duele la panza, extrañaba eso. Cuando me separé de Martín no perdí sólo a un novio; perdí a mi mejor amigo. Y no es que no me ría con nadie. En Argentina me quedaron muchos amigos enormes. Pero salvando a mi hermana -que casi no cuenta porque ella está en una categoría superior- nunca más tuve esa complicidad, ese mejor amigo que tenía con Martín. Me doy cuenta que extraño eso, que con el Danés tenemos mil cosas pero no nos reímos hasta que me duele la panza, y necesito hacer amigos en Berlín lo antes posible. Renzo dice que me va a ir a visitar pronto. Me calmo un poco. Me doy cuenta también que hace un mes no interactúo con mujeres, y pese a que me cueste admitirlo, necesito un poco de estrógeno en el aire.
Por fin le dan el alta al Danés y a su pupo y sacamos pasajes para Berlín. Es como haber llegado al final del arcoiris y haber encontrado la olla llena de oro y cogollos. La vida es hermosa otra vez.
El día que llegaríamos a Berlín sería también el día de llegada allí de mi mamá y mi hermana, con quien viajaríamos un poco por aquí y por allá, y tendría, por fin, la energía femenina, la contención, el amor, y un baño limpio donde podría hacer pis sentada. Cuento como los presos las horas que me quedan en Londres y dentro de ese departamento. Cuando nos subimos al subte camino al aeropuerto nos tomamos de la mano y tenemos una reconciliación silenciosa. Siento que nos queremos otra vez. Siento, después de un mes entero, que todo va a estar bien.
PD. PERDÓN. Perdón a todos, perdón a todos los fans (mi mamá +1) que me escribieron angustiados, preocupados y ansiosos porque no veían nada nuevo en mi blog. Perdón. No fue por el cuelgue que me caracteriza. Sólo que necesitaba tiempo para procesar todo lo que me pasó en estas ultimas semanas. Y también pasaron un montón de otras cosas re lindas que contaré más adelante, y después me enfermé y pasaron un montón de otras cosas que también prometo contar y prometo no desaparecer así nunca más.