De todos los escenarios que había imaginado el señor Menzel, el que tenía enfrente ocupaba, por mucho, la última posición en su lista de posibilidades. El lugar, al menos desde afuera, no podía estar más lejos de su idea arquetípica de sala de tortura. Por esta razón extrajo de su bolsillo, junto con un pañuelo de tela viejo, la nota que había recibido seis días atrás. Ajada y arrugada de tan releída, la desdobló con mano temblorosa y se aseguró de no haber equivocado el domicilio: Grimmstrasse 11. Efectivamente, era el correcto.
La Sala de Tortura -así la denominaban- era desde hacía tiempo el azote del pueblo. Instalada por un ser del que poco se sabía más allá de su ostensible inhumanidad, había logrado constituirse en una especie de institución central de la ciudad, a cuyo alrededor giraba la vida de todos. Por medio de una nota debidamente sellada y membretada, exhortaba a sus víctimas, a quienes escogía al parecer de forma arbitraria, a comparecer -en día y horario determinados- para someterse a una sesión de tortura. Según se comentaba entre la gente, desoír el llamado acarreaba consecuencias peores. Así es que la Sala de Tortura tenía en un puño la voluntad de todos en el pueblo, aun sin gozar, al contrario de lo que se creía, del status de organismo oficial. Las verdaderas autoridades, en tanto, callaban, menos por impericia que por temor; aunque para el caso sería lo mismo. Por supuesto, del asunto no se hablaba en ningún lado, y si se hacía era con murmuraciones y palabras en clave, lo cual contribuía a aumentar el desconcierto general.
Siendo la primera citación que el señor Menzel recibía, todo era nuevo para él. Si se había sorprendido al ver la fachada del edificio, más lo hizo al transponer la pesada puerta de entrada. Se encontró con un recinto blanco, pulcro y luminoso que según dedujo, se trataba de una suerte de antesala. Cuánto menos aterrado se hubiera sentido si el lugar fuese tan oscuro y siniestro como lo había figurado.
Su tormento, como el de todos los infortunados, había comenzado en el preciso instante en que recibió la nota; pues en eso consistía la tortura tal como había sido diseñada: prolongar el sufrimiento de la víctima, quebrar su voluntad hasta el punto de no poder hacer otra cosa fuera de imaginar el martirio. Para colmo de males, Menzel no estaba dotado de, como quien dice, nervios de acero; era un individuo bastante vulgar, para no decir cobarde; se encontraba entonces en una situación por demás penosa. Hasta en el suicidio había pensado en las horas más oscuras de aquellos días, más la propia cobardía lo hizo desandar sobre la idea.
Se sentó, agobiado, en un banco largo de madera, sin respaldo, situado contra la pared a un lado de la entrada. Pero enseguida hubo de levantarse: el estado nervioso en que se encontraba no le permitió razonar que para ser torturado debía previamente anunciarse. Una mujer de aspecto desagradable, al parecer asistente o recepcionista, lo miraba silenciosa e inquisidora por encima de los lentes, sentada detrás de un escritorio. Menzel comprendió; le alcanzó la nota y su identificación personal. No intercambiaron palabra. Se quedó parado ante el escritorio, y así hubiera permanecido acaso hasta el fin de los días de no ser porque ella, infame aprendiz de la crueldad, con gesto lacónico le indicó que volviera a sentarse. De esta manera le dio a entender también que retendría su documentación hasta la consumación de la visita.
“Ahora sí, no hay vuelta atrás”, pensó resignado, y condensó toda la negra energía de su sufrimiento en la puerta blanca que tenía a unos pasos de distancia, al lado del escritorio de la asistente. Aquella puerta -pues no había otra excepto la de salida, vedada ya para él-, tenía por fuerza que ser la que lo separaba de la Sala de Tortura. Era en verdad una abertura corriente, insignificante y carente de ornamentos; pero contenía y ocultaba, cómplice, el terror.
Ni siquiera la resignación logró tranquilizarlo aunque sea un poco. Por el contrario, sus espasmos se acentuaron y ya no solo temblaba, sino que golpeteaba el suelo con las plantas de los pies, con una periodicidad de repeticiones asombrosa. Nadie más esperaba su turno en aquella sala demasiado iluminada. El siguiente era él, de eso no cabían dudas. Mientras tanto solo era posible esperar, con todo lo que ello conlleva. La espera, cuya duración se dilata hasta el infinito conforme se acerca al fin, no ofrecía al señor Menzel otra opción que sentirla en su máxima expresión, transitar sus pasadizos a tientas, con la incertidumbre, como brisa en la oscuridad, del apremiante golpe definitivo. Los instantes previos a un desenlace temido son, a veces, peores que el propio desenlace.
Incapaz de soportar el miedo con entereza, así como cualquier otro sentimiento intenso, Menzel no tenía la más remota idea de cómo manejarse en este tipo de circunstancias. Siempre había ido por la vida en puntas de pie, procurando no ser molestado pero al mismo tiempo sin dejar huella en los demás. Su lema era “evitar todo mal”, y operaba en él como una coraza protectora de las hostilidades externas, sin saber que con esto le era vedado también cualquier emoción próxima a lo bello y lo sublime. Jamás se había enamorado, por citar un ejemplo, aunque eso ya es otra historia y ahora tales reflexiones distaban mucho de estar en su cabeza. Sin embargo, como quien sintetiza toda su existencia en un único y fugaz pensamiento, alguna inquietud sobre esas cuestiones debió haberle atravesado la psiquis, pues deseó desde lo mas profundo de su ser dejar de comportarse como un pusilánime para atenuar el tormento y sentir al menos un atisbo de tranquilidad. No lo logró, y la frustración lo llevó al punto máximo de la desesperación. Cuando la puerta blanca por fin se abrió, nuestro buen hombre ya no era dueño de sí.
Una figura alta y delgada, de cabello hasta los hombros enmarañado y no completamente gris, transpuso el umbral. No distinguió Menzel si se trataba de un hombre o una mujer. Pero pudo ver -o imaginó ver- como la figura extendía dos grandísimas alas de un color verdoso similar al de su sencillo y holgado atuendo, que casi rozaban los dos extremos del recinto. Llevaba la boca cubierta por una especie de tela, también del mismo color, pero enseguida se descubrió y esbozó una sonrisa agradable, o quizá cínica, al tiempo que extendía las manos hacia su víctima invitándola a ingresar a la Sala de Tortura.
Por supuesto, el señor Menzel no opuso resistencia e intentó incorporarse, cosa que solo a duras penas consiguió, y con paso vacilante fue tras aquel terrible ser, para él demonio y para él alado, que urgido le sostenía la puerta.
La habitación era más bien pequeña y estaba, si es esto posible, mejor iluminada que la antesala. En el centro, solemne e inmaculado, un aparatoso sillón aguardaba a su siguiente víctima. Estaba dispuesto de forma que el torturado quedara recostado boca arriba, indefenso y vulnerable, en una posición propicia para el trabajo del Torturador.
Cerró los ojos; una gota de gélida transpiración le recorrió la mejilla. Diversos sonidos metálicos se sucedían a su alrededor: arguyó que estarían preparando las herramientas para el procedimiento. Alcanzó a oír también los latidos de su propio corazón, por donde una tropilla de caballos parecía galopar en campo abierto.
Por último su conciencia lo abandonó, acaso protegiendo a su frágil espíritu de mayores sufrimientos, o sencillamente por haber agotado todas su fuerzas.
No pudo precisar cuánto tiempo permaneció allí, pero más tarde recordaría que le pareció una eternidad.
El susurro de una voz, como una fórmula mágica, le hizo recobrar el conocimiento, y todo vestigio del horror anterior se desvaneció de súbito:
-Bien, Señor Menzel. No hay necesidad de extraer la muela, solo había una pequeña infección y la hemos limpiado. Nos vemos en octubre, unos días antes de la cita le haremos llegar el recordatorio a su domicilio.
Matías Bischof
Matías Bischof nació el 16 de junio de 1988 en la isla de Tierra del Fuego, bien al sur de la Argentina. A los tres años, su familia se trasladó a Buenos Aires donde creció y se educó. Cursó sus estudios superiores en la Facultad de Derecho de la Universidad Abierta Interamericana obteniendo el título de abogado. Reside en Berlín desde 2019 y es en esa ciudad donde comenzó a dar a conocer sus textos. Sus mayores influencias literarias son Franz Kafka y Jorge Luis Borges.